lunes, 16 de noviembre de 2015

Reportaje

Cada vez que viaja a Barcelona, la madre de Messi, Celia Cuccittini, intenta recuperar
con él los ritos de su infancia: por las noches le acerca una taza de mate cocido, se sienta en su cama y le acaricia el pelo antes de apagar la luz. Las madres de los genios suelen desaparecer de los radares de la prensa y sus fanáticos. Buscar a la señora que le acaricia la cabeza a Messi es una tarea ingrata. Siempre se oye un contestador que anuncia que su teléfono está apagado. En la televisión de España, Celia Cuccittini aparece sonriente en una publicidad de postres que acaba con la voz aniñada de Messi diciendo "gracias, mamá". La familia y el club han creado una burbuja que lo protege, una extensión del vientre materno donde no lo invada el mundo de los hombres rudos del fútbol. Desde Barcelona son quince los números que hay que marcar a Rosario, para comunicarse con su madre. La rutina de pulsarlos es tediosa. Una noche, después de dos meses de llamarla todos los días, la mujer aparece al otro lado de la línea.

Su voz suena despreocupada, como si estuviese haciendo otra cosa mientras me atiende.
Le pregunto si es la señora Cuccittini.
—No, soy la hija —me corrige.
—Buscaba a tu mamá.
—Mi mamá no está.
—¿Tiene otro teléfono donde pueda encontrarla?
—Sí, pero no me lo sé de memoria.

María Sol Messi tiene dieciséis años y hace un silencio como esperando que le digan quién llama. Está en su casa del barrio Las Heras y me dice que usa el teléfono de su madre porque el suyo se ha estropeado. Su imagen no es frecuente en las fotos que los paparazzi difunden de la familia Messi. Aunque a veces María Sol aparece en la prensa por casualidad. El día que a su hermano lo coronaron por primera vez el mejor jugador del mundo, una cámara de televisión la enfocó por unos segundos en la ceremonia: es delgada, tiene la cabellera castaña y los rasgos angulosos de su cara le dan un toque de severidad similar al de su hermano cuando está serio. El mundo de éxitos futbolísticos ha envuelto su vida desde niña. Cuando Messi viajó a Barcelona para probarse en el fútbol profesional, ella justo empezaba la escuela primaria.

—Al principio veía en la tele a mi hermano y no lo podía creer —me dice, desafinada—. Es Messi pero sigue siendo la misma persona. No cambió.
—¿Vos mirás fútbol?
—Sí. Pero no lo miro con mi mamá. Me gusta más con mi papá.
—¿Por qué?
—Nadie quiere mirar los partidos con mi mamá. Aparece Leo jugando y empieza a gritar a la tele, llora, se pone muy nerviosa. Mi papá es más tranquilo.

María Sol Messi no espera más preguntas para continuar retratando a su hermano.
—Yo soy más como Leo —me advierte—. Me gusta estar en casa. Con una tele y la computadora soy feliz.
—Tu hermano —le recuerdo— me dijo que prefiere dormir la siesta.
—Sí. Viene de las prácticas, se acuesta en el sillón y ahí se queda toda la tarde. No sé cómo hace para dormirse rápido a la noche. Él es feliz así.
—¿Y su novia es tan tranquila como él?
—No, a ella no le gusta estar encerrada. Cuando Leo se acuesta a dormir, ella me agarra a mí y nos vamos por ahí. A Leo si le decís de ir a pasear se cansa.

La hermana de Messi parece estar sola en casa.
El padre, que también vive en Rosario, es el representante de su hijo. Menudo y macizo, Leo Messi será igual a él dentro de veinte años. Cuando el Barça ganó la Copa Mundial de Clubes al Estudiantes de La Plata en la capital de Emiratos Árabes Unidos, durante los festejos los espectadores confundieron a Jorge Messi con su hijo. Lo levantaron en hombros. Cuando era un adolescente, el papá de Messi también jugó en el Newell's. Tuvo que abandonarlo por el servicio militar, los estudios, el matrimonio. Era empleado de una siderurgia, pero la paternidad le permitió continuar el fútbol por otros medios. Cuando la Pulga empezó a asombrar en el Barcelona, sus dos hermanos mayores ya habían jugado en las ligas inferiores. El negocio de la gran promesa futbolera nunca lo tomó desprevenido. Después de tener dos hijos varones y futbolistas, sólo deseaba que el tercero fuera mujer.

Lionel Messi jugaba al fútbol como una pulga maravillosa, y, como toda pulga maravillosa, no crecía. El esfuerzo por convertirse en jugador profesional tenía el motor de la ilusión deportiva, pero también el apuro de financiar su tratamiento médico. Cuando cumplió once años, Messi medía algo más de un metro y treinta centímetros, lo mismo que un niño de nueve. Desde el momento que lo vio, el médico supo que el diagnóstico era "déficit de la hormona del crecimiento", un trastorno que le provocaba un retraso en su edad ósea. Debía recibir una dosis diaria de somatotropina sintética para combatirlo. El tratamiento inyectable costaba mil dólares mensuales, más de la mitad de lo que ganaba su padre entonces. El fútbol dejó de ser sólo un juego y pasó a ser una tabla para salvarse del naufragio.

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